Yolanda López López MD MA |
Se levanta a las cinco de la mañana. Su esposo prepara el desayuno mientras ella se ocupa de que los chicos se despierten del todo y comiencen a vestirse. Una vez listos los anima para que vayan a desayunar y termina de maquillarse, tomándose el café.
Salen de la casa a las siete. Carilia va preocupada. Teme que, por el embotellamiento, los jovencitos lleguen tarde a la escuela y los detengan en la oficina. Eso les costaría la primera clase del día. Sumida en ese pensamiento Luisito la interrumpe:
––Hoy tengo que llevar un juguete para la actividad de navidad. Si no lo llevo, no podré ir a la gira del Yunque.
––Será mañana, hijo. Un día más, o menos, no importa.
––¡No! Hoy es el último, último día ––grita Luisito, gimiendo.
––Tú eres un llorón ––le dice Julián con mofa.
Carilia sabe que en segundos se desatará la garata entre ambos y se apresura a intervenir:
––Vamos, Julián, comprende a tu hermano. ¿No recuerdas cuando se te quedó el proyecto de geografía el mes pasado y tuve que regresar a casa a buscarlo?
––Pero yo no lloré.
La madre mira el reloj y piensa que podría llegar hasta una farmacia. Rápidamente, hace varias maniobras en el tapón, identifica el local, compra el juguete, con todo y la opinión de los chicos, y recomienza la marcha hacia la escuela. Le restan apenas unos minutos cuando el tránsito se detiene. Carilia decide bajarse. Agarra el regalo, las manos de ambos hijos, quienes portan sendas mochilas al hombro, y corre hasta el portón. Entonces regresa y se acomoda al volante resignada a esperar.
A las nueve llega a la oficina. Saluda a todos y se dispone a comenzar. Ha dejado atrás el estrés cuando entra Fidelia.
––¡Ay, doctora!, yo llevo horas esperando. Mi cita era a las ocho y mire la hora que es. Estoy aquí desde las cinco de la mañana. ¿Por qué usted no entra más temprano? ––todo dicho sin pausa.
La doctora sonríe, contempla la idea de explicarle, pero desiste. Cerca del mediodía se regocija. Todo marcha bien, ha llevado buen ritmo en la mañana. Entonces recibe una llamada de su madre, una anciana de setenta años con una salud muy complicada.
––Dime, mamá ––le contesta con suavidad.
––No, no es doña Laura. Soy yo, la enfermera. Ella está muy asfixiada hoy.
Hay una serie de prioridades en la vida de la médica y ella las tiene bien claras. No tiene otra salida que cancelar la oficina, es la menor y la única de cinco hermanos que aún permanece en la isla. Mientras recoge la cartera mira la estiba de expedientes pendientes a revisar para escribir cartas o llenar formularios, escucha la protesta de algunos enfermos y recuerda que debe pasar visita a una paciente y resolver un asunto de sus medicamentos.
A la una de la tarde está escuchando las sibilancias que pasean por el pecho de su madre. Mira a la enfermera y es entonces cuando esta le notifica que Laura no ha querido darse las terapias del asma. Carilia censura a su madre y le suplica que coopere con la enfermera, para luego proceder a darle las terapias ella misma. Tras un breve almuerzo se despide con un beso hasta el día siguiente.
La rutina es circular y comienza a repasar el camino. Estacionada frente al portón de la escuela observa el ir y venir de los otros padres, o abuelos, mientras recogen a sus respectivos estudiantes. Cansada de la espera decide bajarse a buscar los suyos y los encuentra jugando en la parte trasera del colegio.
La tarde se adentra en la noche con el ajoro de las asignaciones, el aseo de los chicos, la cena y los consejos a Luisito para que no hable tanto en clase, porque todos los días le envían un “alerta”. Cuando la pareja está ayudando a los niños a guardar las libretas, Carilia encuentra en el bulto de Luisito la figura de Star Wars que compraron en la mañana.
–– ¿Y esto? ––pregunta ella, molesta, recordando la vuelta que tuvo que dar.
––Pues… ––el niño sonríe y baja la vista con suma candidez–– es para mí.